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martes, 7 de junio de 2011

LA FIESTA PATRONAL EN CARAGUATAY.


Imagen de la procesión (detalle)
Virgen de las Mercedes. (Caraguatay, 24 de setiembre)
 

FIESTAS PATRONALES
** Las circunstancias que hicieron la grandeza (del patrón o de la patrona) se han perdido en el tiempo. Sólo existe el nimbo, el aura del personaje, y está por encima de la remota causa ya casi olvidada-; el júbilo que envuelve ese día del año, tan esperado, está marcado con el resplandor de la fiesta, se confunde con la historia del pueblo.
** La expectativa crece con la cercanía de la fecha y los preparativos se multiplican para estar a la altura del acontecimiento: es un hecho colectivo transcendente. Un pueblo sin patrón o patrona a homenajear no existe, no tiene entidad respetable.
** Como indica el nombre del santo o santa, arcángel o espíritu bienaventurado al que se venera, se trata de una celebración principalmente religiosa. No puedo dejar de evocar los ritos que se preparaban y la solemnidad con que se cumplían las festividades de la conmemoración. Hablo en pasado puesto que se trata de un fragmento vivo en las entrañas de mi infancia. Unos días antes de la fecha magna, se llevaba la imagen de la Santísima Virgen del Rosario, patrona de Villeta del Guarnipitán, a la casa de las celadoras, quienes la rodeaban de toda clase de atención y cuidado. Con escrupulosa minuciosidad la hermoseaban, la limpiaban de cualquier granito de polvo indiscreto que pudiera macularla, peinaban la larga cabellera -de pelos naturales-, le arreglaban el ropaje para que los pliegues cayesen en armónico despliegue, como al desgaire. Las celosas celadoras eran dos tías mías -recontraprimas de mi padre, de edad indefinida (las malas lenguas las remitían al tiempo de la fundación del fuerte del Guarnipitán)-, y de indiscutible doncellez. Sin embargo, no habrían sido feas en su remota juventud, pero eso sí, eran puras, escuálidas y beatas. ''Vírgenes y mártires", como decía el Almanaque Bristol. Aunque lo segundo no era tan seguro, puesto que habían tenido novios..., que murieron en la guerra del Chaco, ''defendiendo la heredad". Ellas guardaron, desde entonces, resignada y estrictamente el celibato, como el anillo de compromiso que cada una recibió antes de la partida de sus prometidos. El detalle simpático y ambiguo es que se las conocía como "las leonas", no sé si porque el apellido de ellas era León, o por la fiereza que ponían en el cuidado, en la preservación de la imagen de la patrona de nuestro pueblo. O por ambas razones.
** El día de la celebración, al alba, una selecta comitiva, encabezada por el cura párroco -que excepcionalmente no bebía la noche antes-, y su sacristán de retorcidos bigotes y botines altos, conducían la imagen santa hasta el altar mayor de la iglesia. Las campanas sonaban jubilosas, y cuando la iglesia estaba repleta de los parroquianos llegados de las más distintas compañías, sumándose a los habitantes del pueblo, se procedía a la celebración de la misa mayor, con la solemnidad que correspondía al momento: las arañas resplandecientes, los velones encendidos por los acólitos bajo las órdenes estrictas del sacristán mostachudo, el sahumerio del incienso embalsamando el aire, envolviéndonos, el armonio interpretado por Doña Chepí, traspasándonos a través de todos los poros, la coral de las Hijas de María, la campanilla que marcaba los diferentes momentos del oficio, las voces de los asistentes murmurando las oraciones, cantando a ratos, subiendo y bajando como una polea clamorosa, los pasajes culminantes de la elevación de la eucaristía, de la comunión. Era un largo instante de arrobación...
** Hasta que el cura subía al púlpito y cortaba el éxtasis con su ya consabido sermón en el que a los quince misterios de la Virgen del Rosario se contraponían, por lo menos, treinta amenazas terribles por los posibles pecados, penitencias que iban de veinte oraciones para los pecadillos de hurto o malos pensamientos -incluyendo las poluciones nocturnas-, hasta la condena a las llamas eternas en el fondo del averno, para los herejes que faltaban a los principios establecidos en las tablas de la Ley, haciendo hincapié en el octavo mandamiento. Las malas lenguas decían que él no deseaba la mujer del prójimo, porque su "prima", su “ama de llaves'', que tenía unos niños de padre desconocido, le ayudaba con sus consejos a no cometer el grave pecado. Y las hetairas no eran de nadie... ''Es pura y sucia difamación...", clamaban indignadas las señoras de la junta Parroquial. Pero en fin, terminaron los truenos y los rayos de la homilía, con lo cual todos estábamos contentos, y especialmente las viejitas semisordas de la segunda fila, que temían terminar asadas en la olla del infierno, a juzgar por el brillo fulminante de los ojos del sacerdote y las palabras terribles que podían entender a medias. Luego del Padre Nuestro y el Ave María, rezados con unción, del Ite misa est, se preparaba la ceremonia colectiva y mayor de la celebración popular: la procesión. Un equipo de fornidos mocetones cargaba las andas en las que era transportada la efigie primorosa y frágil de la Santa Patrona del Guarnipitán, dominando con su encanto apacible el bullicio que empezaba cuando la multitud salía del templo. Encabezábala, naturalmente, el cura párroco, rodeado de sus acólitos y de las personalidades oficiales del pueblo: el comisario policial, el intendente municipal, el comandante del puerto, el sub-comisario policial, los miembros de la junta municipal, el presidente de seccional y otras notabilidades de la comuna. Seguían dos abanderadas, una con el pabellón nacional, llevado por la Presidenta de la Junta Parroquial -la esposa del comisario-, y la otra, por la Presidenta de la Acción Católica local, quien portaba la insignia pontifical. Ambos blasones se destacaban por encima de la muchedumbre: la segunda con el balanceo provocado por la renguera de Doña Sevo’ i Karẽ, llamada así por su extremada flacura; y el pendón nacional por tener la franja roja con dos centímetros más ancha que las otras. "Porque estamos arriba...", cacareaba la Presidenta, para que le escuchasen los que querían... y también los otros.
** La procesión recorría las dos plazoletas, la de la iglesia y la de la municipalidad, y duraba el tiempo aproximado para rezar los quince misterios principales de la vida de Jesucristo y de la Virgen, recitando después de cada uno un padrenuestro, diez avemarías y un gloriapatri. Este rito era cumplido por los fieles más practicantes y sobre todo por los integrantes de la Acción Católica y las otras cofradías. Ese murmullo se mezclaba con los cantos entonados por los integrantes del coro y sus seguidores: " Es tu pueblo, Virgen Santa...'' Y con los ruidos de la multitud, el llanto de los niños, el sonido hueco de los pasos, el relincho de la caballería llegada de las compañías, el ladrido de los perros asustados o el indiscreto rebuzno de algún burro que irrespetuosamente buscaba a su pareja y era espantado por las piedras que le arrojaban los muchachos.
** Al llegar las andas que conducían a la Santa Patrona de regreso a las puertas de la iglesia, se cerraba el rito estrictamente religioso de la celebración, y empezaba el júbilo pagano que prolongaba la santificación de la fiesta, como una manera de expresar el carió, la adoración, el afecto del pueblo a su Virgen Santísima y Patrona protectora. La manera de redondear la celebración incorporaba, natural e inconscientemente, los ritos de nuestros antepasados guaraníes, que como animistas, consideraban que la divinidad estaba en todas partes, en cada uno de los comportamientos, en el curso del río como en la mata de guayaba que nos ofrecía sus frutos, en la sonrisa de la vecina como en el aire que refrescaba la mañana del primer domingo de octubre... En fin, en todo y en todos, y desde el reposo en el altar, la Virgen del Rosario velaba para retribuirnos la veneración que su divinidad despertaba en cada uno de nosotros.
** La calesita ya estaba girando en la plazoleta del mercado, y los niños cabalgábamos nuestra alegría de jinete volador, de caballero andante en un corcel de sueños. La banda nos ponía la piel de gallina con sus sones alegres y estremecedores, que penetraban en nuestras vísceras. Los puestos de comidas nos llamaban con el aroma humeante y tentador. El mosto hacía sudar el vaso de grueso vidrio empujándonos a escanciar nuestra sed de imposibles. A veces había un toril, que atraía a los amantes de la lidia; allí nunca iba, pues me parecía muy cruel; pensaba en el novillo, hijo de nuestra vaca Mora, que ordeñaba cada mañana, y se me ponían los pelos de punta. Entre las distracciones que más me gustaba se hallaba la ''sortija", que pendía de un sostén de palos recubierto de hojarasca. Mi padre, impecable jinete en su lustroso caballo zaino con una estrella blanca en la frente, al galope ensartaba con un palitroque la sortija y luego de recibir el pañuelo de premio, me lo traía y, a menudo, me alzaba en la parte delantera de la montura y me daba unas vueltas, llenándome de orgullosa felicidad. ¡Díganme si no hay un trozo de divinidad en ese regalo de un pedazo de cielo que mi padre me ofrecía! A veces había fuegos artificiales al comienzo de la noche. Pero el festejo más grato, más suntuoso, se producía cuando el circo Armengol llegaba a nuestro pueblo para la fiesta patronal. Me enloquecía ir al espectáculo, reírme hasta reventar de las "torpezas" del Toni, de los payasos; me estremecían los saltimbanquis y los trapecistas. Y el número que más me emocionaba era el de la Tita, una hermosa veinteañera a la que ataban sus largos cabellos a una cuerda y la empujaban hasta que ella nadaba circularmente en el acuario del toldo, moviendo los brazos y las piernas, alhajada con una sonrisa florecida entre sus labios. Mucho después que el circo partiera, yo seguía soñando con la Tita, dormido o despierta...
** La noche era el reino de los mayores. El cansancio nos rendía y sofocaba nuestra ansiedad, arrojándonos a la cama, para allí seguir reviviendo en sueños las alegrías de la jornada. Los grandes iban a bailar; los señores y las damas al Guarnipitán Club; el pueblo en la plazoleta del mercado, donde se sucedían los conjuntos y se multiplicaban los tragos. A veces había alguna riña y quedaba algún contuso; pero nunca pasaban a mayores, que yo me acuerde, nadie se "desgració'' en noche de fiesta patronal.
** Quien no vivió una jornada de fiesta patronal en su pueblo natal, siempre tendrá un agujero de dicha, que jamás podrá colmar.
** El día feliz declina y el cariño crece, y se expande con la alegría que la existencia cobra su precio de amor y de júbilo, ahora y en la horade nuestra vida perdurable. Amén. – RUBÉN BAREIRO SAGUIER

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